Las fases del storytelling

VIRGINIA GARCÍA BEAUDOUX Y ORLANDO D’ADAMO

La crucial relación entre medios de comunicación y política ha dado sustento a la idea de que vivimos en una narrarquía, arena en la cual pugnan por imponerse distintos relatos (Salmon, 2007). Una característica del storytelling político dominante es atribuirse una superioridad moral frente a los relatos competidores, a los que califica de mezquinos y sectoriales.

El relato alude a un conjunto articulado de comunicaciones que describen un proyecto político, sea en su fase electoral o en la de gestión de gobierno; aludiendo a unos orígenes, valores y visión de futuro. No es algo nuevo, registra múltiples antecedentes: Hitler, Reagan, Castro, Perón y Eva, Obama o Chávez, con sus diferencias, pueden ser buenos ejemplos. Son novelas del poder, con héroes, villanos, mitos e historias cuidadosamente recortadas al servicio de una idea base. Mitos e historias ejemplares que se usan para iluminar los valores clave que se reivindican, así como para desprender ciertas moralejas, con la intencionalidad de aplicarlas en el presente y proyectarlas hacia el futuro.

El relato político es casi lo opuesto a transmitir datos. Es una historia que moviliza, seduce, evoca y compromete mediante la activación de los sentidos y las emociones. Confiere a las personas una identidad y a los grupos un sentido, una misión y un espacio de comunión de ideas cuyo potencial de movilización no debe ser subestimado. Se resignificarán las historias compartidas, y las nuevas propuestas ocuparán la fractura discursiva vigente que resulta del desgaste de los relatos anteriores, la caducidad de sus propuestas o su anquilosamiento, que hace que pierdan el poder convocante que pudieran haber tenido en el pasado. Viene a llenar un vacío o desilusión política, que suele encontrar terreno fértil en personas jóvenes y no tanto, que quieran mirar la política desde otro ángulo, y que se sentían apartadas de ella o expulsadas por incompatibilidad de estilo y de valores. Una crisis económica o sus consecuencias, terminan de completar el escenario perfecto para la aparición de nuevos líderes, portadores más o menos iluminados del nuevo relato.

Los relatos serán determinantes si movilizan emociones, generan mística, y sobre todo si otorgan identidad. Muchos, como por ejemplo es el caso del llamado relato “K” (en alusión al matrimonio gobernante Kirchner), han sustentado su enorme eficacia inicial en haber cumplido con esos principios. No se apoyan tanto en la verdad como en la verosimilitud, no apuntan a la razón sino a la emoción. Proponen valores que pueden asimismo se transgredidos al servicio de ideales superiores: la defensa del “modelo”.

Distorsionan, alteran, condenan y eximen con una arbitrariedad que hiere y exaspera a quienes no adhieren a él y, en cambio, pueden resultar perfectamente coherentes para sus partidarios. Los Kirchner, a los ojos de sus seguidores, parecen bajados de la mismísima Sierra Maestra. Nada más alejado de la vida real de estos dos gobernantes, abogados y acaudalados empresarios hoteleros en su actividad privada.

¿Por qué funcionan los relatos políticos? Por diversas razones, muchas veces coyunturales, pero sobre todo porque desde el punto de vista cognitivo los seres humanos tenemos especial aptitud para procesar narrativas y para comprender las explicaciones brindadas en ese formato, como indicaba Lakoff en 2008.

Entre sus principales funciones psicológicas, se destacan tres: permiten a las personas adquirir una identidad positiva al integrar un colectivo social exitoso, actúan como “ansiolíticos” sociales al proveer certidumbres, y su poder para simplificar y polarizar los convierte en potentes heurísticos cognitivos (Kahneman, 2011).

Desde la perspectiva de los recursos comunicacionales que emplean los relatos políticos, hay dos a los que se debe hacer referencia: el storytelling o narración de historias como la principal técnica, y el reframing o reencuadre como su principal táctica.

El relato se funda sobre valores generales y una adecuada escenificación del liderazgo, es decir, para su comunicación se recurre a señales visuales que orienten al público (colores, lugares, vestimentas, referencias recurrentes, entre otras). Será crucial la habilidad del líder para definir, conceptualizar y otorgar sentido y dirección a la situación política, lo que algunos autores, como Nanus (1994) han denominado “liderazgo visionario”. Del mismo modo, el uso de un lenguaje aspiracional (Luntz, 2007) y de una retórica discursiva épica son condimentos infaltables para potenciar el alcance del relato.

Los relatos atraviesan distintas etapas, que se encuentran unidas a través de tramas (Núñez, 2007). Si bien hay una gran variedad de ellas, entre las principales podemos señalar las siguientes:

  1. El desafío: el protagonista enfrenta un inconmensurable reto pero, finalmente, tiene éxito en la tarea.
  2. La conexión: alude a la capacidad de un individuo para desarrollar relaciones que vencen alguna frontera.
  3. Visionario: vuelve tangibles objetos que parecen lejanos.
  4. Educativo: ilustra, mediante ejemplos y parábolas, las habilidades que podrían alcanzarse.
  5. El cambio: se centra en la promesa de una profunda modificación del estado de cosas actual.
  6. Emancipador: el relato o su protagonista otorgan derechos antes denegados y libera de opresiones.
  7. Reivindicativo: el protagonista restituye derechos y valores sustraídos a un grupo.

La primera etapa característica de los relatos, embrionaria, apunta a valores compartidos, tales como podrían serlo el rumbo político o económico perdido, el anatema de algún pasado reciente, y/o momentos simbólicos devenidos míticos, generalmente protagonizados por el líder político de turno. Lo que el relato no puede explicar, lo oculta.

Se crean nudos idealizados con aquellos eventos cruciales que marcaron el origen del grupo o movimiento político, a la vez que se reescribe una historia con beneficio de inventario, en la que las acciones inconvenientes o incoherentes con las nuevas propuestas se eliminarán si han sido protagonizadas por miembros del nuevo movimiento. Se siembra, asimismo, la semilla de la confrontación «nosotros-ellos».

En la segunda fase, de consolidación, generalmente asociada con un triunfo electoral legitimador, comienzan las disputas con los medios de comunicación de masas opositores, así como los fenómenos de «conversión». Es decir, algunos individuos que inicialmente no estaban alineados, se transforman en defensores del relato. Todos los pecados de los conversos son absueltos. No correrán con la misma suerte los “desertores”, que serán estigmatizados de modo impiadoso.

Se genera un código discursivo propio, que se expresa también mediante símbolos en la comunicación. Se unen los logros presentes, con los momentos del pasado reivindicados en la fase precedente. La polarización se denomina politización; los amigos que dejan de serlo y las familias divididas se consideran daños colaterales. La división entre enemigos y seguidores se torna irreductible.

El ensalzamiento del “nosotros” es acompañado por la creciente descalificación de los otros. El razonamiento deja lugar a la emotividad y la veracidad a la verosimilitud. El relato se torna hegemónico y se vuelve el parámetro de todo lo que sucede y sucederá. Comienza lo que se irá constituyendo en un notable manejo falaz del tiempo: siempre se está “llegando”, siempre está todo por “hacerse”, se instala la idea de que se necesitará mucho tiempo en el poder para alcanzar los objetivos, y que hasta una década pueda ser insuficiente.

Sin embargo el relato empieza, a falta de un «contrarrelato» eficaz, a enfrentar otros enemigos: el paso del tiempo, las estadísticas, desastres naturales, el impacto de situaciones contextuales y, mucho peor aún, cualquier tropiezo económico. Es decir, todo aquello que la retórica no puede explicar. El silencio se vuelve un recurso, al tiempo que se articulan campañas propagandísticas a través de los medios oficiales y «paraoficiales», aunque por supuesto esto varía según los países. La lógica se pauperiza, prevalece la etiqueta al análisis. Se inicia la guerra santa contra los medios más críticos.

En la tercera fase, que es la del deterioro, se advierte la cronificación. El relato se plagará de repeticiones y explicaciones simplistas, curiosamente esgrimidas por los adalides de la complejidad. Se vuelve rígido y no admite ni tolera los cambios propios de la política.

Aumentan la agresividad y la confrontación en las comunicaciones públicas. Todo se reduce a los designios de la “vieja política”, o al mundo que no solo no nos comprende sino que además se nos cae encima con reclamos, críticas e incomprensión al servicio de intereses espurios.

Estos son los primeros, pero no los únicos, síntomas de la pérdida de conexión con la realidad. Aumenta el dogmatismo y aparecen las agrupaciones de catequistas. Los seguidores migran a devotos o a soldados de la causa, que sólo obedecen y carecen de criterio propio. El liderazgo cada vez más personalista, se vuelve autorreferencial y autoritario. Sirva la extensión de los discursos y el uso del «yo» como medida de lo anterior.

El relato, que dispone cada vez de menos categorías de análisis eficaces, recurre a rótulos gastados o estereotipos absurdos. El miedo a equivocarse y a la consecuente reprimenda de sus líderes, hace que algunos se quieran ir.

La cuarta fase que comenzó, es la del colapso. Ante un poco factible reciclamiento, la desarticulación aparece en un horizonte cada vez más cercano acompañada de contrarrelatos que pugnan por desalojar al vigente.

Mientras tanto, distintas voces intentan explicar desarticulada y desordenadamente las contradicciones cada vez más frecuentes.

La mística inicial se diluye, se niegan los conflictos intrarrelato, el discurso se dirige sólo al núcleo duro. Aparece la victimización como estrategia defensiva. El final se acerca.

Si como dice Christian Salmon vivimos en una suerte de «Relatocracia», los relatos políticos como estrategia de comunicación gozarán por un largo tiempo de buena salud. Desde niños conocemos el valor de una historia bien contada.

Virginia García Beaudoux y Orlando D’Adamo son Directores de Communicatio, comunicación estratégica, y profesores de la Universidad de Buenos Aires.

Publicado en Beerderberg

Descargar en pdf

Ver el resto de artículos del número 4