Discurso a los obreros del Valle de St. Imier

Compañeros:

Desde la gran revolución de 1789-1793, ninguno de los acontecimientos que sucedieron en Europa tuvo la importancia y la grandeza de los que se están desarrollando ante nuestros ojos hoy con París como escenario.

Dos hechos históricos, dos revoluciones memorables habían constituido lo que llamamos el mundo moderno, el mundo de la civilización burguesa. Una, conocida con el nombre de Reforma, al comienzo del siglo XVI, había roto la clave de la bóveda del edificio feudal, la omnipotencia de la Iglesia; al destruir ese poder preparó la ruina del poderío independiente y casi absoluto de los señores feudales que, bendecidos y protegidos por aquélla, como los reyes y a menudo también contra los reyes, hacían proceder sus derechos directamente de la gracia divina. Y por eso mismo la Reforme dio un impulso nuevo a la emancipación de la clase burguesa, lentamente preparada, a su vez, durante los dos siglos que precedieron a esa revolución religiosa, por el desenvolvimiento sucesivo de las libertades comunales, y por el del comercio y el de la industria, que fueron al mismo tiempo la condición y la consecuencia necesaria.

De esa revolución surgió una nueva potencia, todavía no la de la burguesía, sino la del Estado monárquico constitucional y aristocrático en Inglaterra, monárquico, absoluto, nobiliario, militar y burocrático sobre todo en el continente de Europa, menos dos pequeñas repúblicas, Suiza y los Países Bajos.

Dejemos por cortesía estas dos repúblicas a un lado, y ocupémonos de las monarquías. Examinemos las relaciones de las clases, la situación política y social, después de la Reforma.

A los señores, los honores. Comencemos, pues, por los sacerdotes, y bajo este nombre no me refiero solamente a los de la Iglesia católica, sino también a los ministros protestantes, en una palabra, a todos los individuos que viven el culto divino y que nos venden a Dios tanto al por mayor como al menudeo. En efecto las diferencias teológicas que los separan, son tan sutiles y al mismo tiempo tan absurdas, que sería del todo una pérdida de tiempo ocuparse de ellas.

Antes de la Reforma, la Iglesia y los sacerdotes, con el Papa a la cabeza, eran los verdaderos señores de la tierra. Según la doctrina de la Iglesia, las autoridades temporales de todos los países, los monarcas más poderosos, los emperadores y los reyes, no tenían derechos sino cuando esos derechos habían sido reconocidos y consagrados por la Iglesia. Se sabe que los dos últimos siglos de la Edad Media fueron ocupados por la lucha cada vez más apasionada y triunfal de los soberanos coronados contra el Papa, de los Estados contra la Iglesia. La Reforma puso término a esa lucha al proclamar la independencia de los Estados. El derecho del soberano fue reconocido como procedente inmediatamente de Dios, sin la intervención del Papa, y, naturalmente, gracias a ese origen celestial, fue declarado absoluto. Así fue como sobre las ruinas del despotismo de la Iglesia se levantó el edificio del despotismo monárquico. La Iglesia, tras haber sido ama, se convirtió en sirviente del Estado, en un instrumento de gobierno en manos del monarca.

Tomó esa actitud, no sólo en los países protestantes, en los que, sin exceptuar a Inglaterra -y principalmente por la Iglesia anglicana–, el monarca fue declarado jefe de la Iglesia, sino en todos los países católicos, sin excluir a la misma España. La potencia de la Iglesia romana, quebrantada por los golpes terribles que le había infligido la Reforma, no pudo sostenerse en lo sucesivo por sí misma. Para mantener su existencia tuvo necesidad de la asistencia de los soberanos temporales de los Estados. Pero los soberanos, se sabe, no prestan nunca su asistencia por nada. No tuvieron jamás otra religión sincera, otro culto, que el de su poder y el de su hacienda, siendo esta última el medio y el fin del primero. Por tanto, para comprar el apoyo de los gobiernos monárquicos, la Iglesia debía demostrar que era capaz de servirlos y que estaba deseosa de hacerlo. Antes de la Reforma, había levantado numerosas veces a los pueblos contra los reyes. Después de la Reforma, se convirtió, en todos los países, sin excepción de Suiza, en la aliada de los gobiernos contra los pueblos, en una especie de policía negra en manos de los hombres de Estado y de las clases gobernantes, dándose por misión la prédica a las masas populares de la resignación, de la paciencia, de la obediencia incondicional y de la renuncia a los bienes y goces de esta tierra, que el pueblo, decía, debe abandonar a los felices y a los poderosos de la tierra, a fin de asegurarse para sí los tesoros celestiales. Sabemos que todavía hoy todas las iglesias cristianas, católica y protestante, continúan predicando en este sentido. Felizmente, son cada vez menos escuchadas y podemos prever el momento en que estarán obligadas a cerrar sus establecimientos por falta de creyentes, o, lo que viene a significar lo mismo, por falta de bobos.

Veamos ahora las transformaciones que se efectuaron en la clase feudal, en la nobleza, después de la Reforma. Había permanecido como propietaria privilegiada y casi exclusiva de la tierra, pero había perdido toda su independencia política. Antes de la Reforma, había sido, como la Iglesia, la rival y la enemiga del Estado. Después de esa revolución, se convirtió en sirviente, como la Iglesia, y, como ella, en sirviente privilegiada. Todas las funciones militares y civiles del Estado, a excepción de las menos importantes, fueron ocupadas por nobles. Las cortes de los grandes y hasta las de los más pequeños monarcas de Europa, se llenaron con ellos. Los más grandes señores feudales, antes tan independientes y tan altivos, se transformaron en los criados titulares de los soberanos. Perdieron su altivez y su independencia, pero conservaron toda su arrogancia.

Hasta se puede decir que se acrecentó, pues la arrogancia es el vicio privilegiado de los lacayos. Bajos, rastreros, serviles en presencia del soberano, se hicieron más insolentes frente a los burgueses y al pueblo, a los que continuaron saqueando, no ya en su propio nombre y por derecho divino, sino con el permiso y al servicio de sus amos, y bajo el pretexto del más grande bien del Estado.

Este carácter, y esta situación particular de la nobleza te han conservado casi íntegramente, aun en nuestros días, en Alemania, país extraño y que parece tener el privilegio de soñar con las cosas más bellas, más nobles, para no realizar sino las más vergonzosas y más infames. Como prueba, ahí están las barbaries innobles, atroces, de la última guerra [franco-prusiana], y la formación reciente de ese terrible imperio knutogermánico, que es incontestablemente una amenaza contra la libertad de todos los países de Europa, un desafío lanzado a la humanidad entera por el despotismo brutal de un emperador oficial de policía y militar a la vez, y por la estúpida insolencia de su canalla nobiliaria.

Por la Reforma, la burguesía se había visto completamente libertada de la tiranía y del saqueo de los señores feudales, bandidos o saqueadores independientes y privados; pero se vio entregada a una nueva tiranía y a un nuevo saqueo, y en lo sucesivo regularizados, -bajo el nombre de impuestos ordinarios y extraordinarios del Estado, por esos mismos señores convertidos en servidores del Estado, es decir, en bandidos y saqueadores legítimos. Esa transición del despojo feudal al despojo mucho más regular y mucho más sistemático del Estado, pareció primero satisfacer a la clase media. Hay que conceder que fue para ella un verdadero alivio en su situación económica y social. Pero el apetito acude comiendo, dice el proverbio. Los impuestos del Estado, al principio bastante modestos, fueron aumentando cada año en una proporción inquietante, pero no tan formidable sin embargo como en los Estados monárquicos de nuestros días. Las guerras, se puede decir incesantes, que esos Estados, transformados en absolutos, se hicieron bajo el pretexto del equilibrio internacional desde la Reforma hasta la revolución de 1789; la necesidad de mantener grandes ejércitos permanentes, que se habían convertido ya en la base principal de la conservación del Estado; el lujo creciente de las cortes de los soberanos, que se habían transformado en orgías incesantes donde la canalla nobiliaria, toda la servidumbre titulada, recamada, iba a mendigar a su amo pensiones; la necesidad de alimentar toda esa multitud privilegiada que cumplía las más altas funciones en el ejército, en la burocracia y en la policía, todo eso exigía enormes gastos. Esos gastos fueron pagados, naturalmente, ante todo y primeramente por el pueblo, pero también por la clase burguesa que, hasta la revolución [de 1789], fue también, si no en el mismo grado que el pueblo, considerada como una vaca lechera sin otro destino que mantener al soberano y alimentar a esa multitud innumerable de funcionarios privilegiados. La Reforma, por otra parte, había hecho perder a la clase media en libertad quizás el doble de lo que le había dado en seguridad. Antes de la Reforma, había sido igualmente la aliada y el sostén indispensable de los reyes en su lucha contra la Iglesia y los señores feudales, y había aprovechado esa alianza para conquistar un cierto grado de independencia y de libertad. Pero desde que la Iglesia y los señores feudales se habían sometido al Estado, los reyes, no teniendo ya necesidad de los servicios de la clase media, la privaron poco a poco de todas las libertades que le habían otorgado anteriormente.

Si tal fue la situación de la burguesía después de la -Reforma, se puede imaginar cuál debió ser la de las masas populares, la de los campesinos y la de los obreros de las ciudades. Los campesinos del centro de Europa, en Alemania, en Holanda, en parte incluso en Suiza, lo sabemos, llevaron a cabo al principio del siglo XVI y de la Reforma, un movimiento grandioso para emanciparse al grito de «Â¡Guerra a los castillos, paz en las casitas!» Ese movimiento, traicionado por la burguesía y maldecido por los jefes del protestantismo burgués, Lutero y Melanchthon3, fue ahogado en la sangre de varias decenas de millares de campesinos insurrectos. Desde entonces, los campesinos se vieron, más que nunca, asociados a la gleba, siervos de derecho, siervos de hecho, y permanecieron en ese estado hasta la revolución de 1789-1793 en Francia, hasta 1807 en Prusia, y hasta 1848 en casi todo el resto de Alemania. En algunas partes del norte de Alemania, y principalmente en Mecklemburgo, la servidumbre existe todavía hoy, aun cuando dejó de existir en la propia Rusia.

El proletariado de las ciudades no fue mucho más libre que los campesinos. Se dividía en dos categorías, la de los obreros que constituían parte de las corporaciones, y la del proletariado que no estaba de ninguna forma organizado. La primera estaba atada, sometida en sus movimientos y en su producción por una multitud de reglamentos que la subyugaban a los maestros, a los patronos. La segunda, privada de todo derecho, era oprimida y explotada por todo el mundo. La mayoría de los impuestos, como siempre, recaía necesariamente sobre el pueblo.

Esta ruina y esta opresión general de las masas obreras y de la clase burguesa en parte, tenían por pretexto y por fin confesado la grandeza, la potencia, la magnificencia del Estado monárquico, nobiliario, burocrático y militar. Estado que había ocupado el puesto de la Iglesia en la adoración oficial y era proclamado como una institución divina. Hubo, pues, una moral de-Estado, completamente diferente de la moral privada de los hombres, o más bien muy opuesta a ella. En la moral privada, mientras no esté viciada por los dogmas religiosos, hay un fundamento eterno, más o menos reconocido, comprendido, aceptado y realizado en cada sociedad humana. Ese fundamento no es otra cosa que el respeto humano, el respeto a la dignidad humana, al derecho y a la libertad de todos los individuos humanos. Respetarlos: este es el deber de cada uno; amarlos y estimularlos: esta es la virtud; violarlos, al contrario, es el crimen. La moral del Estado es por completo opuesta a esta moral humana. El Estado se impone a sí mismo a todos los súbditos como el fin supremo. Servir su potencia, su grandeza, por todos los medios posibles e imposibles, y hasta contrarios a todas las leyes humanas y al bien de la humanidad: he ahí la virtud. Porque todo lo que contribuye al poder y al engrandecimiento del Estado, es el bien; todo lo que le es contrario, aunque sea la acción más virtuosa, la más noble desde el punto de vista humano, es el mal. Por esto los hombres de Estado, los diplomáticos, los ministros, todos los funcionarios, han empleado siempre crímenes y mentiras e infames traiciones para servirle. Desde el momento que una villanía es cometida a su servicio, se convierte en una acción meritoria. Tal es la moral del Estado. Es la negación de la moral humana y de la humanidad.

La contradicción reside en la idea misma del Estado. No habiendo podido realizarse nunca el Estado universal, todo Estado es un ser menguado que comprende un territorio limitado y un número más o menos restringido de súbditos. La inmensa mayoría de la especie humana queda, pues, al margen de cada Estado, y la humanidad entera es repartida entre una multitud de Estados grandes, pequeños o medianos, de los cuales cada uno, a pesar de que no abraza más que una parte muy reducida de la especie humana, se proclama y se presenta como el representante de la humanidad entera y absoluto. Por eso mismo, todo lo que queda fuera de él, los demás Estados, con sus súbditos y la propiedad de sus súbditos, son considerados por cada Estado como seres privados de toda ley, de todo derecho, y que él tiene supone, por consiguiente, el derecho de atacar, conquistar, masacrar, robar en la medida que sus medios y sus fuerzas se lo permitan. Sabemos, estimados compañeros, que no se ha llegado nunca a establecer un derecho internacional, y nunca se ha podido hacerlo precisamente porque, desde el punto de vista del Estado, todo lo que está fuera del Estado está privado de derecho. Por eso basta con que un Estado declare la guerra a otro para que permita, ¡qué digo!, que mande a sus propios súbditos cometer contra los súbditos del Estado enemigo todos los crímenes posibles: el asesinato, la violación, el robo, la destrucción, el incendio, el saqueo. Y todos estos crímenes se consideran bendecidos por el Dios de los cristianos, que cada uno de los Estados beligerantes considera y proclama como su partidario con exclusión del otro -lo que, naturalmente, debe poner en un famoso aprieto a ese pobre Dios, en nombre del cual los crímenes más horribles han sido y continúan siendo cometidos en la tierra. Por esto somos enemigos de Dios y consideramos esta ficción, este fantasma divino, como una de las principales fuentes de los males que atormentan a los hombres.

Y por esto somos igualmente adversarios apasionados del Estado, de todos los Estados. Porque, mientras haya Estados, no habrá humanidad, y mientras haya Estados la guerra y los horribles crímenes de la guerra, la ruina, la miseria de los pueblos, que son consecuencia inevitable del Estado, serán permanentes.

Mientras haya Estados, las masas populares, aun en las repúblicas más democráticas, serán esclavas de hecho, porque no trabajarán por su propia felicidad y su propia riqueza, sino para la potencia y la riqueza del Estado. ¿Y qué es el Estado? Se pretende que es la expresión y la realización de la utilidad, del bien, del derecho y de la libertad de todos. Pues bien, los que tal pretenden mienten, como mienten los que pretenden que Dios es el protector de todo el mundo. Desde que se formó la fantasía de un ser divino en la imaginación de los hombres, Dios, todos los dioses, y entre ellos principalmente el Dios de los cristianos, han tomado siempre el partido de los fuertes y de los ricos contra las masas ignorantes y miserables. Han bendecido, por medio de sus sacerdotes, los privilegios más repulsivos, las opresiones y las explotaciones más infames.

Del mismo modo, el Estado no es otra cosa que la garantía de todas las explotaciones en beneficio de un pequeño número de felices privilegiados y en detrimento de las masas populares. Se sirve de la fuerza colectiva de todo el mundo para asegurar la dicha, la prosperidad y los privilegios de algunos, en detrimento del derecho humano de todo el mundo. Es una institución en la que la minoría desempeña el papel de martillo y la mayoría forma el yunque. Hasta la Gran Revolución [de 1789], la clase burguesa, aunque en un grado menor que las masas populares, había formado parte del yunque. Y a causa de eso fue revolucionaria.

Sí, fue bien revolucionaria. Se atrevió a rebelarse contra todas las autoridades divinas y humanas, y puso en tela de juicio a Dios, a los reyes, al Papa. Aborreció sobre todo a la nobleza, que ocupaba en el Estado un puesto que ardía de impaciencia por ocuparlo a su vez. Pero no quiero ser injusto, y no pretendo de ningún modo que en sus magníficas protestas contra la tiranía divina y humana, no hubiese sido conducida e impulsada más que por un pensamiento egoísta. La fuerza de las cosas, la naturaleza misma de su organización particular, la habían impulsado instintivamente a apoderarse del Poder. Pero como todavía no tenía conciencia del abismo que la separaba realmente de las clases obreras que explota; como esa conciencia no se había despertado de ninguna manera aún en el seno del proletariado mismo, la burguesía, representada en esa lucha contra la Iglesia y el Estado por sus más nobles espíritus y por sus más grandes caracteres, creyó de buena fe que trabajaba igualmente por la emancipación de todos.

Los dos siglos que separan las luchas de la Reforma religiosa de las de la Gran Revolución, fueron la edad heroica de la burguesía. Ya poderosa por la riqueza y la inteligencia, atacó audazmente todas las instituciones respetadas de la Iglesia y del Estado. Lo minó todo, primero, por la literatura y por la crítica filosófica; más tarde lo derribó por la rebelión decidida. Ella hizo la revolución de 1789 y de 1793. Sin duda que no pudo hacerlo más que sirviéndose de la fuerza popular; pero fue la que organizó esa fuerza y la dirigió contra la Iglesia, contra la realeza y contra la nobleza. Ella fue la que pensó y tomó la iniciativa de todos los movimientos que ejecutó el pueblo. La burguesía tenía fe en sí misma, se sentía poderosa porque sabía que tras ella, con ella, tenía al pueblo.

Si se comparan los gigantes del pensamiento y de la acción que salieron de la clase burguesa en el siglo XVIII con las más grandes celebridades, con los enanos vanidosos célebres que la representan en nuestros días, se podrá uno convencer de la decadencia, de la caída espantosa que se produjo en esa clase. En el siglo XVIII, era inteligente, audaz, heroica. Hoy, se muestra cobarde y estúpida. En aquel entonces, llena de fe, se atrevía a todo, y lo podía todo. Hoy, roída por la duda, y desmoralizada por su propia iniquidad, que está aún más en su situación que en su voluntad, nos ofrece el cuadro de la más vergonzosa impotencia.

Los acontecimientos recientes de Francia lo prueban demasiado bien. La burguesía se muestra completamente incapaz de salvar a Francia. Prefirió la invasión de los prusianos a la revolución popular, que era la única que podía operar esa salvación. Dejó caer de sus manos débiles la bandera de los progresos humanos, la de la emancipación universal. Y el proletariado de París nos está demostrando hoy que los trabajadores son los únicos capaces de llevarla en lo sucesivo.

En una próxima sesión, trataré de demostrarlo.

Enviado por Enrique Ibañes