Al regresar a la presidencia

Señores conciudadanos y amigos míos:

Realmente, me siento pesaroso de no poder hablar como yo lo deseara, pues son tan fuertes los latidos de mi corazón, que apagan el eco de mi voz.

¿Qué queréis que os diga, mis conciudadanos, ante esta manifestación de cariño y de afecto, después de un viaje continuado en medio de aclamaciones y vítores de un pueblo que mitigan mis dolores, que tienden un manto de olvido sobre el pasado, y que hacen concebir en el alma esperanzas de redención, de una patria grande y nueva, redimida por su esfuerzo y sus virtudes?

He sentido la amargura del destierro. Vagué por el mundo y en mi exilio, momento a momento, sentía que más y más tierras me separaban de mi patria, pero, a medida que los países y los mares me alejaban de este suelo, sentía también que la fuerza intensa de mis afectos por mi pueblo se agigantaba como una mole inmensa que hacía desaparecer las distancias.

En la ausencia he vivido con vosotros: he vivido en vuestros recuerdos; vuestras penas eran las mías y vuestras alegrías las de mi alma.

Este pueblo generoso me llamó a Chile. Sin meditar en el sacrificio inmenso que esta vuelta importa para mí, he obedecido, y aquí me tenéis, compatriotas, dispuesto a emprender con vosotros la obra de salvación nacional.

Nuestro régimen gubernamental se había hecho imposible día a día. Todos los regímenes de Gobierno están basados sobre el equilibrio de los Poderes Ejecutivo y Legislativo. Entre nosotros se habían subvertido los valores, y el Poder Ejecutivo se había convertido en un esclavo de la tiranía irresponsable y colectiva del Congreso.

Al expresar este concepto, no me refiero a personas, que en momentos tan solemnes no cabe personalizar. Es necesario modificar nuestro régimen de Gobierno; establecer un Ejecutivo que rija los destinos del país bajo su responsabilidad, y un Congreso que legisle y fiscalice: pero que no se inmiscuya en los actos de la Administración, porque esto trae como consecuencia el trastorno y equivale a socavar por sus cimientos las bases de la República.

Estos mismos sentimientos están en el alma del país, y se encontraron cristalizados en el movimiento de Septiembre, movimiento que, juzgado a la luz de los hechos, cualesquiera que hayan sido los procedimientos que se emplearon, fue un sentimiento idealista que obedecía a los propósitos de cambiar nuestro régimen gubernativo y conseguir un Chile nuevo, lleno de esperanzas, altivo y audaz en marcha hacia la conquista del progreso.

En estos momentos rindo tributo a las fuerzas armadas de la República, por ese movimiento idealista que se confunde con las sentidas aspiraciones del pueblo, porque ellas han querido depurar nuestro régimen, y reconstruirlo sobre nuevas bases sólidas e inconmovibles. El movimiento de Septiembre fue sincero. Sus manifestaciones posteriores así lo revelan y las fuerzas armadas de la República han puesto de relieve su patriotismo. Ellas no han querido levantar un caudillo; cuando vieron que sus actividades eran desviadas, se congregaron en un solo sentimiento, y llamaron al Jefe Constitucional de la República para que viniera a reasumir su cargo y a realizar su programa concordante y armónico con la iniciativa del 5 de septiembre.

Se han unido, pues, todas las fuerzas vitales de este país. Concuerdan en un ideal el pueblo, las fuerzas armadas y el Ejecutivo; es menester volver al régimen institucional, que es la suprema expresión de la democracia, por cuanto las instituciones de un pueblo son la garantía de la libertad y del derecho, la base de la felicidad y de la vida de los ciudadanos.

Llamado por el pueblo de Chile, en consorcio con las fuerzas armadas de la República, vengo aquí en nombre de la democracia, con el propósito de retornar a mi país, a la vida institucional, para hacer de él una nación redimida de sus males, y fundida sobre los nuevos moldes, que se dará el pueblo mismo en ejercicio de su voluntad suprema.

Señores, los antiguos soberanos, entre otros el Rey Sol, decían: “El Estado soy yo”. Las democracias han sustituido aquel lema por otro más noble, más digno, más compatible con la dignidad humana, y dicen: “El Estado somos nosotros”.

Por eso la tarea de reducir a volver al país a su quicio institucional a la mayor brevedad posible, sobre la base de la libre expresión de la voluntad nacional, que es la única que tiene derecho para darse sus leyes.

Hoy, como ayer, vuelvo a decir que no acepto dictaduras, y yo sería el primero en castigarme si se me ocurriera la idea de abusar de la confianza que el pueblo me da. La única dictadura que yo acepto es la de la voluntad soberana del pueblo y la de las instituciones que el pueblo seda en ejercicio de esa soberanía.

No hay, pues, discrepancia ni desacuerdos entre mis ideales y los de las fuerzas Armadas con las aspiraciones populares que me han llamado a realizar esta obra con fe, con patriotismo y abnegación.

Es preciso que nos conversamos de una cosa. La tarea que pesa en estos momentos sobre mis hombros es inmensa.

Yo mido la magnitud de la responsabilidad que cae sobre los hombres que vamos a rehacer el país. No es esta tarea para un hombre, para dos ni para cuatro. Ella, deber ser la obra armónica y conjunta de un pueblo entero, unido por ideales de redención y por una sana y patriótica aspiración.

Por eso, abriéndoos mi corazón y mis brazos, os digo: Venid a ayudarme en esta renovación. ¡Venid a concluir la obra de justicia y de solidaridad humana, que vuestro Presidente ha predicado en todos y en cada uno de los momentos de su vida!

Hoy, más que nunca, grito con todas las fuerzas de mis pulmones, con todas las energías de mi alma, que “el odio nada engendra; sólo el amor es fecundo”. Dejo la ingrata tarea de odiar a los que se consumen en el propio dolor de sus malos sentimientos; yo conservo mis energías para amar, para unir, para fundir el alma del pueblo en un aliento vigoroso de salvación de la patria.

Para ello buscaré la cooperación de todas las fuerzas sociales. El partido en que me apoyaré será el partido del bien público y de todos aquellos que aman con sinceridad al país.

Señores: Este es un momento solemne en la historia de la República, y yo os declaro que quiero la reforma de la nación sobre las bases del orden: no acepto el desquiciamiento ni la desorganización. Si el pueblo de Chile me acompaña en estas directivas, seguiré en este puesto; si me niega su concurso, la puerta es ancha y seguiré el camino que ya una vez recorrí con dolor de mi corazón, y abandonaré la patria.

La obra de reconstrucción que vamos a emprender no se puede hacer en 24 horas. La leyenda bíblica nos enseña que aquella fuerza omnipotente, que creó el mundo, no ejecutó su obra en un momento.

Dios realizó su obra en siete días, y si esa fuerza superior necesitó darse tiempo, no es posible pedir a un hombre que realice la magna obra de reconstruir el país en un día. Para ello, os pido paciencia; reclamo de vosotros la confianza a que tengo derecho y os pido que confiéis en mi.

Enaltecí a mi patria sometiendo nuestra única cuestión al fallo de un árbitro intachable. Se me censuró, porque se creía que con mi actuación debilitaba los derechos de Chile. ¡Sin embargo, los acontecimientos posteriores han manifestado que yo tenía toda la razón! En Washington brilló la justicia de nuestra causa. El más alto tribunal del mundo nos ha hecho la más elevada justicia: el nombre de Chile brilla hoy como el de las naciones que saben cumplir y respetar sus tratados internacionales, y el resultado confirma mis predicciones, me autoriza para que se tenga confianza en mi para que se me crea y se espere cuando yo digo que se debe esperar.

Señores: Antes de terminar, quiero expresar pública y solemnemente, mis más profundos agradecimientos a los miembros de la Junta de Gobierno y a sus dignos colaboradores en el Ministerio, como, asimismo, a las fuerzas armadas, que han procedido en todo momento con la conciencia plena de sus deberes. Mis agradecimientos también para este pueblo amante del orden y respetuoso de sus instituciones que me ha recibido en esta forma majestuosa.

Un pueblo que así procede, un pueblo que así hace justicia; es un pueblo que tiene asegurada su inmortalidad.